
Yo podría creer en la auténtica fidelidad en culturas como las de Oriente donde, en gran medida, el espiritualismo tiene un fuerte asidero. Pero dentro del mundo occidental es simplemente un supuesto no consentido. La fidelidad se ha convertido en una de esas fantasías que los medios de comunicación venden como verdades. Entre ellas también están “el espíritu navideño”, la solidaridad, y un sinnúmero de intangibles que los comerciantes aprovechas para sacar tajada.
Dicen los orientales que somos un espíritu en un empaque al que llamamos cuerpo. Por consiguiente el cuerpo es secundario. La belleza, partiendo de esta lógica, nace dentro y no se hace fuera. Por eso es que Teresa de Calcuta era hermosa: nunca necesitó de Calvin Klein; nunca se puso un reloj de Cartier; nunca usó un levantacolas ni fue a un gimnacio; nunca tuvo un auto del año, pero sin embargo con solo ver su rostro uno sabe que podría haber ganado un concurso de belleza. Era hermosa. La vejez nunca fue su compañera de viaje.
Por eso es que en el occidentalismo, con este irresistible morbo que tenemos por lo material, la fidelidad encuentra un enorme caldo de cultivo. “Qué buen culo”, “Qué ricas tetas”, “Qué piernas”, “Qué auto”, “Que bien huele”, “Que bien se viste”, “Que tarjeta de crédito tan generosa”, etc., etc., etc. Somos un cuerpo que hay que saciar. Somos un enjambre de hipócritas que con el discurso de lo moral y lo bueno en la punta de la lengua, pensamos con el bolsillo y los genitales.
Hablaba con un sicólogo cristiano – evangélico y me decía que dentro de sus pacientes, hay más infidelidades a nivel de sus coidearios (o “panderetas” como les dice un amigo) que entre los ateos. Les digo ateos sabiendo de antemano que no lo son. Muchos dicen ser católicos pero como el mismo Cristo enseña: “se puede separar el trigo y la cizaña solo cuando dan fruto”, más claro, por sus hechos los conoces. ¡Una población infiel dentro de la iglesia! Eso si es la gota que derrama el vaso.
Yo hablo con propiedad de este tema porque he estado en ambos lados. Pero no es sino al estarlo en que aparecen acólitos que se van identificando dentro del “club”. Amigos, amigas, hermanos, sobrinos, tíos, vecinos, la mayor parte han estado en uno de los dos lados. Pero claro está, ninguno de los traidores se siente culpable sino “valiente” y ninguno de los traicionados se siente valiente sino “herido”. Pero todos tienen esa doble moral del “yo nunca” que es tan nuestra y tan falsa.
Los mozeros y las mozas son parte del paisaje urbano que vino de la mano del progreso. Los trabajos son esos grandes night clubs que acaparan, promueven y socapan a centenares de “buenos hijos de Dios” que van por la vida con esa filosofía tan suya: “chulla vida”. En el camino quedan los escombros de lo que un día fueron familias estables y felices… por eso es que las sociedades occidentales son más débiles que las orientales. Pero el occidentalismo también nos ofrece la solución: grandes bares donde las penas se disuelven en exóticas bebidas anestésicas y grandes centros comerciales donde la pena se esconde detrás de bambalinas.
La fidelidad es una de las estampas que vamos dejando atrás: como las torres gemelas o el rostro de la princesa Diana. Es una de esas cosas viejas que hay que replantear para que el mercado pueda volver a ofrecérnoslo “reeditado”. Tal vez vuelva un nuevo estilo de fidelidad en tríos o cuartetos. Tal vez. Yo me quedo sentado frente a la ventana con la cobarde apreciación del observador… no emito juicios ni tomo partido.
La fidelidad es de esas piezas de museo de grandes inventos que uno ve detrás de la vitrina con nostalgia mientras se susurra para uno mismo: ¡cómo servía!