domingo, 10 de marzo de 2013

Sobornando a un empleado público.



Ayer SÁBADO, me timbraron la puerta. Era el empleado del agua potable que venía a cortarme el servicio por no haber pagado. No lo había hecho porque me había olvidado o porque no había tenido tiempo, no. No había pagado porque no había tenido plata para hacerlo. Salí a recibirlo con la verdad. Por respeto a mi mismo nunca utilizo las excusas tradicionales: “este ratito estaba por ir”; “Vea, me cogió justo yendo”; “mi abuelita tiene cáncer y vive conmigo y si me quita el agua se muere”… etc.

Al salir me encontré con un hombre de mediana edad que más que un empleado yendo a cortarme un servicio básico, parecía una visita. Venía con sus hijos en un carro rojo. Para mi que luego de “hacerme el daño” de seguro iban a ir a la piscina o al parque a disfrutar del sábado familiar. Yo salí y le mostré dónde estaba el medidor. Me dijo: “Voy a tener que cortarle el agua por no pagar mi amigo”. ¿Amigo?, pensé para mis adentros. Y de inmediato se me vino a la cabeza una respuesta que se le dije en silencio: “A los amigos no se les corta el agua”.

Le dije: “Le soy honesto, no he pagado porque tengo dinero por cobrar pero no me han pagado. El viernes cobré 120 dólares de los 4 mil que me deben. Escogí entre comer y pagar el agua y adivine qué elegí”. Mientras le hablaba, los niños se salían por la ventana del auto parqueado. Veían con admiración como su padre hacía responsablemente su trabajo. Uno de ellos por lo menos, soñaba en ser un “cortador de agua” cuando fuera grande. No me quitaban la vista de encima. El “cortador” me dijo: “El problema es que yo gano por cortar el agua a los morosos. Si no le corto, VOY A PERDER”. Poco me faltó por sacar el pañuelo del bolsillo derecho y sentarme a llorar. ¡Iba a ser el culpable de que esas criaturas no puedan llevarse un pan a la boca!. “Cuánto le pagan por corte”, dije. “5 dólares cobro”, me dijo. Ya pues, solucionemos esto de la única vía posible. Le dije que me esperara un ratito. Entré a la casa y saqué 5 dólares de una alcancía donde voy reuniendo los sueltos que me dan en los vueltos. Quería dárselos “elegantemente”, como cuando uno soborna a un policía de tránsito o a un tramitador del Registro Civil. Quería meter el dinero dentro de algún documento pero no tenía nada a la mano. Ni modo. Con la mirada de los niños todavía clavada en mi persona, estiré la mano y le di los 5 dólares.

Yo sentía lo que sienten las quinceañeras que se han acostado con el barrio entero, pero que frente a sus padres, tomadas de la mano de sus novios, siguen fingiendo su virginidad. Me sentía sucio. Trataba de sobornar al empleado público en un “punto ciego” donde los niños no nos vieran. Pero para Él parecía no haber problema. Con el dinero en la mano me dio un sabio consejo (que por cierto me he dado cuenta que está incluido en el costo de todos los sobornos a los empleados públicos): “no se descuidará jefe, pagará prontito”

Entré a mi casa donde estábamos desayunando en familia. Mis hijos me preguntaron: “Dónde fuiste papi”. Había dos opciones: la una era terminar de apretarme la soga al cuello y decirles: “Fui a sobornar a un empleado público frente a sus hijos”, y la otra, la diplomática, era decirles lo mismo pero con el lenguaje con que nos hablan los políticos y los pastores evangélicos. Opté por esa y dije: “A negociar la posibilidad de seguirnos bañando esta semana mis chiquitos… ¿Alguien quiere un poquito más de jugo?”
Matías Dávila 2010, Todos los derechos reservados. Quito - Ecuador - Suramérica