miércoles, 10 de abril de 2013

Riobamba vista desde los ojos de un quiteño.


Conocí Riobamba allá por mediados de los 70. Por sus calles empedradas circulaban pocos carros haciendo un ruido que uno podía escuchar a cuadras de distancia. Yo solía pasar en la Orozco. Desde la Loma de Quito se veía a lo lejos como iban subiendo… pero no solo subían carros, buses y camionetas, también subía gente ofreciendo productos. La señora de la leche, el señor de la fruta… hasta el señor sastre iba personalmente a dejar su trabajo y a ver si “porai había alguna otra cosita”.

Yo me bañaba temprano para salir disparado. Bajaba por unas gradas pintorescas y ya estaba en el Centro. Me gustaba pararme en la Estación para ver pasar la vida. Si una cosa me llamaba la atención es que en esta ciudad todo el mundo saludaba. La 10 de Agosto era bulliciosa porque la gente se hablaba de un lado de la calle al otro. “¡Cómo estás Miguelito!”, “¡Bien hermano, ¿cómo están en tu casa, tu mamacita?”… y así. Y el caminar, por motivo de esta acción, era lento, maravillosamente lento. Una procesión de gente que subía, saludaba con el 90% de la procesión de la gente que bajaba. Eso pasaba todos los días.
Allá por los 80s un buen día llegó un espectáculo a la Estación. Una mujer en una urna de cristal, aparecía desnuda envuelta en una gigantesca culebra… ¡Qué culebra, qué culebra! Han pasado 30 años y no me he borrado la cara de la chica (que por cierto, si no se la tragó en esa década la culebra, hoy ya debe ser abuela). Muchos guambras hacíamos la fila para ver el siniestro espectáculo. Al salir, unos tantos se compraban la ficha para el futbolín, y otros jugaban al “Sapo”. Finalmente “paviando” se llegaba a la casa.

A las 5 de la tarde, impajaritablemente se tomaba el café. En este ritual no podía faltar el pan de agua de la Vieneza, la mortadela de la Ibérica y el queso, que don Manuelito traía pasando un día. A mi me gustaba el café negro porque el café con leche me aflojaba el estómago. Uno que venía de Quito, donde en las fundas nos vendían 20% de leche y 80% de “quien sabe”, era un proceso adecuarse a este manjar. Yo nunca pude.

Se “mataperreaba”. Yo recuerdo que aplanábamos las calles de punta a punta. Por la mañana a hacer “deporte” en el Chiriboga y por la tarde a descansar en el “San Valentín”. Todo lo que se perdía en la cancha se ganaba en la mesa… calorías.

En la Merced el hornado había que pedirlo con pinzas. En “Sucres” en esa época, yo solo pedía 3 mil… si uno pedía 5 mil era porque estaba bien acompañado. Los platos eran gigantes. Un día, luego de mis 3 mil sucres de alegría y de un jugo helado, salí y me topé con un traslado. Unas 60 personas llevaban un ataúd por las calles. Yo me uní, quería saber cuánto se caminaba y dónde terminaba el “paseo”. Increíble, caminé lo que no recuerdo haber caminado antes. Terminamos en el cementerio. Ahí se habían preparado no menos de 10 discursos para elevar loas por el fallecido. Esto era en Enero. Cuando me fui a la casa me topé con 3 pases del niño. Curiquingues que iban y venían, una fiesta. Como es de pequeña la ciudad y como es de contradictoria la vida. Los llantos y las risas se mezclaban en la misma cuadra.

Riobamba es una ciudad de la que es difícil no enamorarse. Les hablo desde un Quito ruidoso, complicado, inseguro. Riobamba es la ciudad más cercana al cielo. Es ese conjunto de calles donde convergen los opuestos. Me siento enormemente orgulloso de poder escribir para esta ciudad, porque si bien soy quiteño de nacimiento, no me cabe duda de ser riobambeño por naturalización. Felicidades Riobamba de mi vida.

Matías Dávila 2010, Todos los derechos reservados. Quito - Ecuador - Suramérica